A finales del siglo XIX la mayoría de físicos creían que la física estaba terminada, constituyéndose como un edificio de cimientos férreos. Solo quedaban dos nubes en el horizonte por despejar (parafraseando a Lord Kelvin quien, de hecho, dio una conferencia titulada: <<nubes decimonónicas sobre la teoría dinámica del calor y la luz>>), siendo la que en este tema nos atañe: ¿cómo puede moverse la tierra a través de un sólido elástico, como es básicamente el éter luminífero?
Y es que, desde que más y más partidarios adoptaron la teoría ondulatoria para la luz (reforzada por el descubrimiento de que la luz era una onda electromagnética de Maxwell), se creía necesario un medio material que le diera soporte: el éter. Es más, Maxwell habló de ondulaciones del mismo medio que es la causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos. Pero si las ondas EM son transversales, el éter debía tener propiedades similares a un sólido: en concreto, una rigidez tremenda para que la velocidad de la luz fuera tan grande, pero siendo a su vez sutil y con nula viscosidad para no frenar los planetas. Aunque nadie entendía qué era el éter, ningún físico concebía el mundo sin él.
En esta entrada veremos cómo el desarrollo de estas ideas desembocó en la teoría de la relatividad especial.